La vida en el campo, la vida mejor

Hace una par de semanas conocí la historia de una encantadora pareja que había dejado todo – trabajo, casa y ciudad – para marcharse a vivir a un pequeño pueblo perdido de la sierra madrileña. Allí, lejos del mundanal ruido, como suele decirse en estos casos, habían montado un pequeño bar – el único en el pueblo – que abría de jueves a domingo para deleite y disfrute de sus vecinos que aprovechaban los fines de semana para reunirse a tomar el aperitivo, charlar y encontrarse ahora que el frío les hace mantenerse a refugio más tiempo del que quisieran.

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Pueblito bueno

Esta es la historia de un amor como no hay otro igual…Como decía la canción. Un amor infinito, incondicional, puro. Para siempre.

Recuerdo ser una casi adolescente, no sé muy bien a qué edad empieza esta fase en la vida de las personas, pero sí, pongamos que hablo de la adolescencia. A esa edad en la que todavía uno no sabe si viene o va, si sube o baja, si entra o sale. Esa edad en la que se empiezan a entablar amistades que, en algunos casos, fraguan y te acompañan durante toda la vida. Esa edad de evaluaciones imposibles, tardes de risas, noches de estudio, mañanas de sueño, modelitos impensables (ahora) y una tontería elevada a su máxima potencia (esto a todos nos ha tocado, aunque sea de soslayo). Ahí, justo a esa edad, encontré algo que no valoraría hasta pasados unos cuantos años. Ese tipo de cosas, sucesos en esto del vivir, que te forman como persona. Que son tus raíces para el día de mañana. Tus cimientos. Tus valores. Tu mundo.

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