No sé si tener demasiados recuerdos de un determinado lugar puede resultar del todo positivo o más bien lo contrario. Lo digo por ese temido momento de la despedida, cuando no hay vuelta atrás y el adiós para siempre es la única palabra aceptada. El lugar de las memorias del pasado, de la infancia, de los primeros años y torpes pasos. El lugar de las reuniones, de las celebraciones y de la vida dominical en familia. Recuerdos que el paso de los años se han encargado de formar en gran parte a la persona en la que uno se va convirtiendo.
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Volver al lugar donde fuiste feliz. De donde nunca querrás irte. Donde nunca te dejarán marchar.
Volver.
Volver después de años. De lluvias, de tormentas, de noches, de veranos. Volver y ser de nuevo la niña delgaducha con mirada misteriosa. Volver donde jamás nada volverá a ser lo mismo o puede que nada cambió demasiado. Volver y seguir siendo la misma, seguir siendo los mismos.
Volver.
Volver a tus raíces. Volver a tu pasado, si se puede llamar de ésta manera a un pequeño puñado de años acumulados sobre tu espalda.
Volver para recordar, para traer al presente el sabor del pasado. Momentos que no volverán para ti, pero que en otros se están produciendo justo de la misma forma. Porque, al final, nada cambia, todo vuelve, todo es, todo será.
Volver siempre. Una y otra vez. Un año tras otro. No olvidar. Sí recordar. Pisar donde saltaste. Andar lo caminado. Y respirar aquello que siempre será tu mundo. Sólo tuyo. De nadie mas.
El sitio de mi recreo
Hay días en los que cierro los ojos y deseo con todas mis fuerzas que el tiempo me haya transportado a ese lugar, a ese paisaje. Ese espacio que solo conocemos tú y yo. Que es secreto. Porque es nuestro y solo por eso también es mágico.